Caso Ananías Laparra Martínez

Tortura e inmediatez procesal. Un callejón con salida a la injusticia

Por Alejandra Gonza, abogada representante

Este LUNES 3 DE FEBRERO DEL 2012 por primera vez Ananías Laparra Martínez y sus familiares serán escuchados por el Gobierno Federal para atender su caso. En el marco de la orden internacional emitida hace ya casi un mes por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), se llevará a cabo una reunión en la que el Estado debe adoptar las medidas necesarias para atender la situación de gravedad y urgencia en la que se encuentra la víctima.

En México son incontables los Ananías Laparra Martínez, preso que hace 12 años confesó que cometió un crimen que no cometió, llevado por el dolor de presenciar la tortura de sus hijos y soportando la suya propia. Existen muchas Rocío Laparra Godínez, quien siendo niña fue torturada para confesar en oficinas ministeriales, sin asistencia especial alguna, que su padre era culpable y quien desde el día siguiente de tal declaración, con su niñez arrebatada, comenzó la lucha por su liberación. Sobreviven muchas Rosas Godínez, quien tuvo que soportar su tortura, la de sus hijos y la de su esposo, para después dedicar su vida a la búsqueda de respuestas. Son demasiados los José Ananías a quien la tortura de niño para inculpar a su padre le truncara cualquier concepto de futuro. Todos podemos entender perfectamente su actuar y las lágrimas que cada vez que recuentan lo vivido los llena de impotencia y humillación. Pero lo que no se puede entender, gente de derecho y legos, es que tales confesiones puedan vestirse de verdad.

En el año 2012, al igual que hace tiempo atrás, con base en el principio de inmediatez procesal todavía se sigue permitiendo y ratificando la tortura y coacción, legitimando la prueba obtenida con ella. Este principio, mal aplicado, se transforma en la idiotez procesal de dotar a aquella confesión coaccionada y a la prueba fabricada en dos días de golpes y abuso de poder, de valor de sentencia irrefutable, de condena de por vida, imposible de revertir ya en el ámbito judicial. Se ignora la inmediatez cuando el desgarrador testimonio inminente del “me torturaron” llega a los oídos sordos del juez, tan pronto se tiene una oportunidad. Este testimonio no se escucha, no tiene validez, no activa el aparato estatal de investigación de la denuncia que lleva el grito y el dolor de la tortura. Se ignora concientemente la rapidez necesaria para conservar la evidencia de los golpes para luego, ante insistencia de abogados y organizaciones de la sociedad civil, revisar al torturado, en el mejor de los casos varios años después, para determinar, brillantemente, que no hay signos de tortura y pedirle a los torturados que por favor alleguen más prueba.

Sabemos que al “pobre” y discriminado, golpeado y confesado, el sistema penal le cae con todo su peso, le pone de forma inmediata el rótulo de condenado y lo arroja en las cárceles para ser devorado por el sistema penitenciario. Cuando esto pasa no hay nada que hacer, no puede probar su inocencia, la carga es muy pesada, la carga está invertida y la lleva quien pasea por los lúgubres callejones sin salida, con su impotencia incrustada, buscando una prueba de la sangre que el carcelero limpia.

Las detenciones ilegales y arbitrarias, madres de las torturas más constantes y de las confesiones logradas en los confines de dependencias ministeriales, policiales y también militares, visten de culpabilidad a quienes caen en las garras de un sistema penal que a pesar de los años, las reformas y los reproches internacionales ampliamente documentados y difundidos sobre México, sigue sin vestir de justicia verdadera a las víctimas que atropella con su peso.

La criminalización del inocente es un fenómeno que no se escapa a la atención internacional pero que tampoco se soluciona con la justeza y prontitud que tan grave situación requiere en el ámbito nacional e internacional. Y es que tener preso al inocente no solamente genera amplias violaciones a los derechos humanos del detenido, torturado y condenado con los resultados de la tortura y a sus seres queridos, sino que deja libre al culpable y sin respuesta a las víctimas del delito falsamente imputado.

Siempre el Estado tiene mecanismos para repasar su historia, aun la escrita por las Cortes, supremas y no tan supremas, y en ese repaso dejar de repetir la misma historia, desviarse del cuento escrito de forma unilateral y de la mano de sus obligaciones internacionales revisar lo actuado de forma rápida, precisa y efectiva. Cuando los expedientes hablan por sí mismos de las falencias y violaciones a los derechos humanos y la evidencia salta a la vista, se debe dejar de hacer esperar al preso y dejar sin efecto todas las consecuencias que de la mano de la tortura se apoderaron de su vida.

En muy contadas ocasiones- porque difícilmente las víctimas encuentran salida alguna- el Estado tiene una nueva oportunidad de dejar la ceguera y aprender a mirar esta situación con el arte de la solución, la justicia del caso particular y la visión de la necesidad del cambio estructural. Y todo esto va de la mano.

Ante el reclamo incansable de las víctimas que tienen la riqueza de la paciencia, la tenacidad y la falta de resignación para poder llegar a la visibilidad, se debe volver a mirar y en el repaso tomarlas de la mano para escucharlas, reparar y con el mismo apuro de la detención, en horas en que estén o no abiertos los juzgados, y al tomar conciencia de la “gravedad” del “caso urgente” presentado, liberar al inocente como inocente y quitarle ya de su cuerpo vapuleado por el peso del sistema penal, la lacra de delincuente con que la sociedad no lo podrá dejar de mirar.


El caso de Ananías Laparra Martínez y su familia llama nuevamente la atención del Estado, ahora con medidas cautelares otorgadas por la CIDH por la situación de gravedad y urgencia en la que las paupérrimas condiciones de detención lo han colocado. Y le concede una nueva oportunidad al Estado de adoptar medidas para atender toda esta desdicha con propiedad y justicia, con libertad y reparación, para hacer realidad un slogan tan bonito como desgastado en el que las víctimas necesitan tanto “hechos” como “palabras”.


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