El fin es el medio
Sarelly Martínez Mendoza
La relación entre los políticos y los periodistas profesionales, siempre ha sido incómoda. Los primeros tienen afanes siempre de controlar la pluma y los segundos de sacudirse el control y a los censores oficiales.
Hay políticos, pocos, muy pocos, que toleran la crítica e incluso la alientan. Son los que han tenido una larga trayectoria en la vida pública y no les incomoda que a veces se ventilen sus metidas de pata y sus desaciertos. Lo toman con tranquilidad y como el pago mínimo que deben sufrir como funcionarios.
Los políticos jóvenes, los que han hecho una carrera meteórica, son menos susceptibles a la crítica; es más, persiguen con fiereza y exabruptos a los periodistas.
Pablo Salazar, a quien le reconozco varios aciertos en su gobierno, menos en comunicación social, actuó con Cuarto Poder y sus directivos con un librito de oficio de la Santa Inquisición.
Hoy, aun cuando no hay persecución, sí existe un deseo perverso de uniformar los periódicos y de ahogar las críticas.
El gobernador no debe estar enterado de estas cosas, porque en su discurso ha alentado el ejercicio responsable del periodismo.
Y es que todos sabemos que cuando se cierran unos espacios se abren otros.
En el gobierno del general Absalón Castellanos se intentó controlar a los medios locales. Juan Balboa rompió el cerco y publicó en Proceso un reportaje que se hizo célebre: “Las transas de mi general”.
En tiempos más remotos, también de administraciones de generales, coroneles y gobiernos emergidos de la revolución, el control siempre conllevó amarguras.
Las estocadas vinieron en forma de papeles mimeografiados que se repartían de forma anónima. Y eran toda una celebración.
Hoy, con el internet, las críticas se potencializan, y nada cuesta apachurrar un botón para soltar miles de palabras que descalifiquen, destrocen y hasta insulten a los gobiernos.
Por eso, una responsabilidad del Instituto de Comunicación Social es alentar la crítica responsable y el ejercicio profesional del periodismo, aunque a veces resulte incómodo.
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Sarelly Martínez Mendoza
La relación entre los políticos y los periodistas profesionales, siempre ha sido incómoda. Los primeros tienen afanes siempre de controlar la pluma y los segundos de sacudirse el control y a los censores oficiales.
Hay políticos, pocos, muy pocos, que toleran la crítica e incluso la alientan. Son los que han tenido una larga trayectoria en la vida pública y no les incomoda que a veces se ventilen sus metidas de pata y sus desaciertos. Lo toman con tranquilidad y como el pago mínimo que deben sufrir como funcionarios.
Los políticos jóvenes, los que han hecho una carrera meteórica, son menos susceptibles a la crítica; es más, persiguen con fiereza y exabruptos a los periodistas.
Pablo Salazar, a quien le reconozco varios aciertos en su gobierno, menos en comunicación social, actuó con Cuarto Poder y sus directivos con un librito de oficio de la Santa Inquisición.
Hoy, aun cuando no hay persecución, sí existe un deseo perverso de uniformar los periódicos y de ahogar las críticas.
El gobernador no debe estar enterado de estas cosas, porque en su discurso ha alentado el ejercicio responsable del periodismo.
Y es que todos sabemos que cuando se cierran unos espacios se abren otros.
En el gobierno del general Absalón Castellanos se intentó controlar a los medios locales. Juan Balboa rompió el cerco y publicó en Proceso un reportaje que se hizo célebre: “Las transas de mi general”.
En tiempos más remotos, también de administraciones de generales, coroneles y gobiernos emergidos de la revolución, el control siempre conllevó amarguras.
Las estocadas vinieron en forma de papeles mimeografiados que se repartían de forma anónima. Y eran toda una celebración.
Hoy, con el internet, las críticas se potencializan, y nada cuesta apachurrar un botón para soltar miles de palabras que descalifiquen, destrocen y hasta insulten a los gobiernos.
Por eso, una responsabilidad del Instituto de Comunicación Social es alentar la crítica responsable y el ejercicio profesional del periodismo, aunque a veces resulte incómodo.
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Obregón odiaba a los periodistas
Los periodistas conocían bien el “amor” que el general Obregón profesaba a los de su gremio. Por eso cuando murió en la miseria un pobre redactor de la fuente presidencial, prefirieron hacer entre ellos una colecta para pagar el entierro, sin mencionar siquiera al gran manco el triste suceso.
Pero uno de los ayudantes del general inquirió por la ausencia de aquel reportero, al que no veía desde semanas atrás, y tuvieron que decirle que haía muerto, y en qué circunstancias.
-¡Pobre hombre!, se compadeció el ayudante. Hablaré con mi general.
Fue, en efecto, al despacho en el que Obregón, repantigado en un sillón, leía tranquilamente. Le expuso el caso en la forma más diplomática que le fue posible y escuchó que el general murmuraba:
-Conque un periodista ¿eh? ¿Cuánto se necesita para un entierro decente?
-Unos doscientos pesos, mi general.
-Tenga cuatrocientos. ¡Qué entierren a dos!
Y siguió leyendo.
***
Aunque esto sucedió en una sala de redacción de Valencia, España, bien pudo haber ocurrido en cualquier periódico chiapaneco.
Un reportero, recién metido al periodismo, le propuso al director del Diario de Levante que lo comisionara para cubrir una corrida de toros en un pueblo cercano de Valencia.
A los dos días, aparecieron dos notas perfectas: la primera se refería al peso, nombre y bravura de los animales; en la segunda, se ofrecían detalles de la corrida, toreros, rabos y orejas cortadas.
De regreso a su redacción, comenta Rafael Brines Lorente, del Diario de Levante, el director se le fue enfurecido:
–¡Conque buena corrida, eh! ¿Tú sabes que hubo un descarrilamiento de trenes en Alcázar de San Juan y no llegaron los toros y no hubo corrida? El gobernador te quiere matar.
Pero el aprendiz de periodista, no se preocupó, y pidió viáticos para resarcir el desaguisado, porque dijo que se inauguraría la iluminación del parque. “La esposa del gobernador es la madrina; les invitaré dos botellas de champaña, les haré una buena reseña, y verás cómo se calma todo...”.
Casi al cierre de la edición, el joven reportero regresó a la redacción y escribió su crónica. Describió a la madrina, al gobernador, incluso las tijeras que se habían utilizado en la ceremonia inaugural... Todo perfecto.
Sin embargo, al día siguiente por la tarde se presentó el gobernador buscando al reportero “para matarlo”, pues la inauguración no se había llevado a cabo por fallas en la instalación eléctrica.
Escondido atrás de su máquina de escribir, el periodista novato se permitió alzar la voz y explicar con mucha propiedad:
–Vamos a ver: ¿cuál era la obligación de su esposa, con todos mis respetos? Acudir elegante a la ceremonia. ¿Cuál era su obligación? Cortar el listón y pronunciar un discurso. ¿Cuál era la obligación del electricista? Que aquello funcionara. ¿Cuál era mi obligación? Escribir la crónica. ¡Soy el único que ha cumplido y voy a ser yo el culpable de todo! ¡Pues no señor!
Y aquel gobernador rechoncho, en lugar de matar al periodista, se soltó una tremenda carcajada, y se volvió un incondicional del reportero imberbe.
sarellym@gmail.com
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