Nuestra raíz, de Jan de Vos

Emilio Zebadúa 


Ja Kechtiki

Te Jlohp’tik, Kibeltik, Lakwi’

Jan de Vos

Nuestra raíz

Ciesas-Clío, México, 2001.


ETNOGRAFÍA

SEPTIEMBRE DE 2002 

De Vos indígena


En un libro bellamente editado, con ilustraciones y en cuatro ediciones (una por cada una de las principales lenguas locales —chol, tzotzil, tzeltal y tojolabal—, Jan de Vos narra en forma didáctica la historia de los indígenas chiapanecos. 

Para ello utiliza, de manera sencilla pero igualmente sugestiva, la voz plural de los batsil winik u “hombres verdaderos”. 

Es una narración breve de la historia desde los tiempos inmemoriales (”el pasado poco conocido”) de los antecesores de los actuales trescientos mil indígenas que hablan tzeltal, más de 250,000 tzotzil, 150,000 chol, cuarenta mil tojolabal y cincuenta mil zoque y varios miles mam y de otras etnias que habitan Chiapas.

     Para escribir este libro, Jan de Vos ha andado mucho camino durante más de veinticinco años. Eso lo ha llevado por innumerables veredas en la selva y por incontables páginas en los archivos, y esa doble peregrinación lo ha acercado a los indígenas de todas las etnias y regiones del estado. Por formación y vocación, Jan de Vos está especialmente calificado para contar la historia de los indígenas y para hacerlo con claridad y elocuencia, como que pone en juego “sentimientos y opiniones” que lo hacen sensible a las dichas y desencantos de los pueblos indios de Chiapas.

     Pero la información disponible de más de cincuenta mil años de historia es desigual. Se sabe más de los periodos más antiguos que de los últimos dos siglos; hay más datos sobre los patrones demográficos de las civilizaciones mayas que acerca de las relaciones sociales que vinculan a los indígenas con los ladinos o kaxlanes, y se dice más de las expresiones culturales de la nobleza olmeca, maya o tolteca que de los procesos y transformaciones en la economía campesina de Chiapas. Aunque el libro traza una perspectiva amplísima, el EZLN tiene en él una mención destacada, quizás por ser ahora una referencia familiar para todo lector.

     Una de las bondades de esta obra consiste en proporcionar una cronología más cercana y consistente con los propios procesos que han repercutido (como objeto y como sujeto) en los indígenas chiapanecos, en contraste con otros estudios que privilegian una óptica desde arriba. Es una historia que surge —desde el criterio educado de Jan de Vos— de la visión de los indios, y no de sus conquistadores, explotadores o gobernantes. En pocas palabras, es la visión desde abajo, dividida en periodos definidos por las características más significativas en la vida de los propios indios.

     Veámoslo más de cerca. Con voz indígena, Jan de Vos cuenta cómo, durante cincuenta mil años, los antecesores más remotos de los actuales indígenas chiapanecos migraron de Asia a Norteamérica, y después se trasladaron lentamente a lo largo de varias rutas hacia el sur del continente. Los primeros habitantes vivieron de la recolección de frutas silvestres y plantas diversas; no cultivaban la tierra, ni producían bienes agrícolas que requirieran una vida sedentaria. Con armas muy primitivas, hechas de piedra, hueso o madera, cazaban los animales que transitaban libremente por los valles y planicies. Relacionados por vínculos de consanguinidad, los primeros americanos se reunían para enfrentar peligros comunes, ya naturales, ya provocados por otros hombres.

     Alrededor de veinticinco mil años les tomó llegar al territorio de lo que actualmente es México, pero más aún transitar a formas sedentarias de alimentación. Unos dieciocho mil años más tuvieron que pasar para que dejaran vestigios como recolectores silvestres en una cueva en Ocozocuautla, en el centro de Chiapas; otros 56,000 años para legarnos muestras de utensilios utilizados como pescadores en una pequeña isla en un estero en Acapetahua, en la costa del Pacífico, y algunos cientos de años más para imprimir huellas materiales de agricultores temporales en la localidad de Mazatlán, también en la región del Soconusco.

     En los siguientes 1,800 años hubo un aumento en el tamaño y la concentración de la población, y el trabajo dentro de las comunidades campesinas se especializó para producir maíz, frijol, calabaza y chile. Artesanos, artistas y arquitectos se dedicaron a elaborar obras escultóricas, construcciones religiosas y joyas y utensilios ornamentales. Como consecuencia, en este periodo se desarrollaron algunos de los centros de población políticos y religiosos más importantes de la época prehispánica.

     En Chiapas, el periodo u Horizonte Clásico llegó en forma rezagada en relación con otras partes de Mesoamérica, a través de la influencia olmeca que se extendió en la presencia mixezoque en el Soconusco y en los valles del centro. A lo largo del río Grijalva (en las cercanías de la actual Chiapa de Corzo) y en Izapa (cerca de la actual Tapachula) se construyeron los primeros grandes centros de población.

     En los siguientes seiscientos años ocurrió una nueva migración, esta vez de las tierras altas de la actual Guatemala hacia las tierras bajas de Chiapas. Se concentró la población en algunas ciudades, con tamaños sin precedente en la Selva —Palenque, Yaxchilán, Bonampak, Toniná. Para entonces las lenguas mayas se diversificaron en el chol (ch’ol), el tzeltal y el tzotzil. Otra migración desde el altiplano mexicano llevó a los antiguos chiapanecas, primero, a lo largo del Soconusco hacia las tierras de la actual Centroamérica y, después, de regreso del río Grijalva, donde conquistaron a los zoques y poblaron Chiapan (”Río de la chía”, según el nombre dado por los aztecas mil años después).

     La producción y acumulación de bienes agrícolas y objetos de valor permitieron durante este periodo que creciera el comercio y que los centros de poder acumularan riquezas. En estos años se elaboraron nuevos métodos arquitectónicos que permitieron desarrollar un estilo más refinado en las construcciones de la elite. Las técnicas y conocimientos de las matemáticas, la observación de los astros y la escritura avanzaron significativamente, lo que permitió una mayor organización de la vida religiosa y económica de las poblaciones mayas.

     En los siguientes seiscientos años declinaron las principales ciudades que se habían erigido en la Selva. Hasta donde se sabe, no se construyeron nuevos templos y las pirámides fueron abandonadas. La población se dispersó en pequeñas comunidades dedicadas a la vida rural. Hubo migraciones a distancias no muy grandes (a otras regiones en Chiapas) y la economía campesina se fortaleció. Durante este periodo los indígenas continuaron realizando, dentro del ciclo agrícola, las actividades arduas pero sencillas del campesinado: trabajando la milpa, participando en actividades colectivas de producción y comercio, así como contribuyendo en las fiestas religiosas y actividades sociales que la comunidad exige. En la mayor parte de las regiones pobladas no existía un excedente muy grande para que se consumiera fuera de la comunidad, o de la red de comunidades en la que se integrara el pequeño poblado indígena. Chiapas volvió entonces a ser una de las regiones menos desarrolladas y más pobres de Mesoamérica.

     El Soconusco, en la llanura costera, la zona relativamente más próspera, atrajo dos invasiones en este periodo. Llegaron primero los toltecas, atraídos por la riqueza del comercio del cacao. La segunda invasión fue la de los aztecas, también atraídos por el comercio del cacao y por los caminos que proporcionaban acceso a los mercados de la actual Guatemala y las regiones más al sur. De este periodo provienen los nombres de los poblados de Mapachtepec, Huiztlán, Huehuetlán y Mazatlán —las actuales Mapastepec, Huixtla, Huehuetán y Mazatlán. Los indígenas en esta región, además de cultivar la tierra, recolectaban frutos y pescaban en el mar y en los esteros y ríos de la costa. Algunos se dedicaban a las artesanías, generalmente combinando su trabajo manual con otras actividades productivas. Otros laboraban como tamemes o cargadores de las mercancías que transitaban por el corredor costero.

     La siguiente invasión fue definitiva. Esta vez los conquistadores provinieron de Europa, e ingresaron la primera vez en territorio chiapaneco por la ruta tradicional del Soconusco en camino a los mercados más ricos de Guatemala. Varias expediciones militares, en el transcurso de una década, permitieron a los españoles dominar por medio de la fuerza a los pueblos indígenas: no a los que habitaban la Selva Lacandona, pero sí a los que vivían en los valles centrales y las tierras altas.

     A la llegada de los españoles habitaban en Chiapas entre doscientos mil y 220,000 indígenas de varias etnias, incluyendo choles, tzeltales, tzotziles y zoques; cerca de cincuenta años después de la Conquista, la población se había reducido a una tercera parte como resultado de la violencia y las enfermedades extrañas. Los indígenas que habitaban en localidades aisladas o lejanas (como la Lacandonia y los Altos) o en climas más templados (como los Altos) pudieron sobrevivir mejor la irrupción de la espada y las enfermedades. Las concentraciones de población en tierras accesibles y cálidas (como el valle del río Grijalva y el Soconusco) prácticamente perdieron la totalidad de su población indígena original.

     Los que sobrevivieron se tuvieron que adaptar a nuevas condiciones sociales y realizar faenas para las encomiendas, fincas y parroquias. Su dieta admitió algunas plantas y animales que los españoles importaron, pero la mayoría continuaron siendo campesinos, ya bajo nuevas formas de explotación. El proceso de aculturamiento siguió su curso, pero junto a ello los indios opusieron resistencia, en ocasiones violenta y activamente, y la mayoría de las veces pacífica y pasivamente.

     Los indios fueron congregados en varias unidades administrativas: los Chiapas, los Zoques, los Quelenes, los Zendales, los Llanos y la Gobernación del Soconusco. Los lacandones continuaron insumisos en la Selva hasta fines del siglo XVII. El censo de 1814 contabilizó alrededor de 130,000 habitantes en la provincia de Chiapas, de los cuales 105,000 eran indios, 21,500 mestizos y alrededor de 3,500 españoles (y criollos). El grupo numéricamente más grande de la sociedad chiapaneca lo conformaban —durante el siglo xix— los campesinos, peones y jornaleros de las haciendas y ranchos, la servidumbre doméstica de los miembros de la elite, los pequeños artesanos y los comerciantes viajeros.

     A principios de la era contemporánea, los indígenas cultivaban las parcelas de la misma manera en que lo habían hecho por siglos: limpiando y sembrando las tierras durante semanas con herramientas primitivas, para obtener apenas lo suficiente con que alimentar a sus familias a base de maíz, frijol y chile. Los fenómenos de la naturaleza —sequías, lluvias excesivas o plagas— disminuían recurrentemente los niveles de bienestar, y provocaban enfermedades, hambrunas y escasez generalizada.

     En la actualidad, Chiapas continúa siendo un estado predominantemente agrícola; alrededor de 61% de la población trabajadora se gana la vida en labores del campo y la inmensa mayoría de las tierras (más de 95%) son de temporal. Dos terceras partes de las tierras de todo el estado están dedicadas al cultivo del maíz, mientras que las tierras de riego se dedican principalmente a la producción de frijol, melón, papaya, plátano, mango y caña de azúcar, además del maíz.

     El crecimiento poblacional, los ciclos de los mercados de productos agrícolas y la escasez relativa de tierras (especialmente en las zonas de gran concentración indígena, como los Altos) provocaron flujos migratorios dentro del propio estado —hacia el Soconusco y el norte, a las cosechas del café o la explotación maderera, y hacia la Selva Lacandona, donde se abrieron nuevas parcelas al cultivo. Pero estos procesos sólo retrasaron, y prácticamente no modificaron estructuralmente, las condiciones materiales de los indígenas y los campesinos. Hoy en día, después de varias reformas agrarias, programas educativos y de asistencia social, la mayoría de los indígenas continúa siendo pobre en su propia tierra, y exigiendo —en las palabras finales de Jan de Vos— “una vida más justa y digna”.

     En el estado de Chiapas los indígenas esperan todavía una ley que respete y consagre sus derechos y su cultura, y que se lleve a cabo un cambio estructural que, impulsado a nivel nacional, resuelva los conflictos agrarios —en la Reserva de Montes Azules, la frontera de los Chimalapas, la zona de conflicto zapatista o los municipios de Nicolás Ruiz o Chenalhó y Chalchihuitán.

     Cualquiera que sea la política agraria y social que se instrumente, necesitará estar fincada en una sensibilidad muy fina y en un hondo conocimiento de la realidad chiapaneca y sus etnias milenarias. Por fortuna no faltan buenas fuentes donde allegarse ambas virtudes, y una de ellas está en las obras de Jan de Vos. Esa fina sensibilidad y conocimiento profundo, en el caso de Nuestra raíz, son además producto del respeto y el cariño que el autor indudablemente profesa  a los pueblos indígenas de Chiapas, y que se reflejan en este bello y emotivo libro. ~